Por Victor
Manuel Gutiérrez Sánchez
En el campo de
la arquitectura, no concibo la docencia sin la práctica profesional, y
viceversa.
Considero que la
práctica de cualquier profesión, sin compartirla de algún modo, pierde frescura
y propuesta muy pronto, al caer pronto en una rutina pragmática y monótona. El
compartir el conocimiento y la experiencia, no solo encuentra espacio en las
aulas mediante la práctica docente. Además puede ser enriquecida o
complementada con otras actividades, como alternativas viables para quien “no
tiene tiempo para enseñar”, o no encuentra atractiva la remuneración económica
por hacerlo, ya sea por medio de la investigación, de la impartición de
conferencias, redacción de artículos especializados, organización de
exposiciones, asistencia a congresos, en suma, la cultura de la actualización y
capacitación continuas.
De igual forma,
la docencia de tiempo completo o de “tiempo repleto”, hace que las enseñanzas,
basadas en experiencias pasadas, en el mejor de los casos, o en la
bibliografía, en la mayoría, tenga una fecha de caducidad, y pierda pronto su
vigencia y utilidad para los estudiantes. Hace poco leí un buen consejo: “No
aceptes críticas constructivas de quien nunca ha construido nada”, y tiene
razón, difícilmente te puede enseñar a diseñar quien nunca ha diseñado algo o a
construir, quien nunca lo ha hecho, y conoce estas actividades solamente por
medio de los libros, las revistas, los sitios web o las experiencias ajenas.
Ante las
especializaciones que algunos programas académicos presentan en los principales
campos de la arquitectura: el diseño y la construcción, he afirmado siempre
que, si bien es positiva la especialización, hay que tener precaución en su
abordaje, ya que lo que la sociedad requiere son diseñadores que sepan
construir y constructores que sepan diseñar, y en ese sentido el arquitecto es
el profesional que debe integrar ambos conocimientos.
Confieso que en
mi etapa de formación como arquitecto y primeros años de práctica profesional,
no preveía que iba a dedicar una parte de mi esfuerzo diario a enseñar a otros
el hacer arquitectónico. Esto porque no sabía aún, que gratificante y
satisfactorio es esta actividad, en la que llevo ya 16 años complementando con
quehacer arquitectónico y mi propia formación académica de manera permanente.
Fue a mi regreso de una estancia en Berlín, después de impartir una
conferencia, que la coordinadora se acercó y me preguntó ¿Arquitecto, no le
gustaría dar clases? Ahí empezó este satisfactorio andar por la muy noble labor
de enseñar a otros el camino para dedicarse a lo que te gusta y te apasiona -no
hay mayor satisfacción que eso-, y facilitar que descubran su potencial.
En esos primeros
años de práctica profesional que me había dado cuenta de la falta de
preparación con que muchos arquitectos estaban egresando de diferentes
universidades para enfrentar el mundo laboral y la realidad, por lo que cuando
me invitaron a participar en la docencia, me quedaban dos caminos: o quedarme a
quejar en algún café acerca de las deficiencias en la formación de los profesionistas y la mala
calidad de arquitectura y ciudad imperantes, o bien, arremangarme y entrar a
las aulas, las “trincheras del saber”, como me gusta entenderlas, y dedicar una
parte de mi día a tratar de cambiar y mejorar esa situación, obviamente opté
por la segunda.
Uno de mis
maestros en la facultad nos recomendaba: busquen llevar clases con el profesor
que, si te va a enseñar sobre construcción, es porque viene de la obra, y
todavía trae los zapatos salpicados de mezcla. Ese mismo sabio consejo quisiera
hoy retransmitir a mis estudiantes, busquen siempre la experiencia directa en sus
profesores, en cualquier campo de la disciplina que hayan elegido, busquen que
traigan “la mezcla salpicada en el zapato”.
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