domingo, 15 de mayo de 2016

La mezcla de cemento en el zapato.


Por Victor Manuel Gutiérrez Sánchez

En el campo de la arquitectura, no concibo la docencia sin la práctica profesional, y viceversa.
Considero que la práctica de cualquier profesión, sin compartirla de algún modo, pierde frescura y propuesta muy pronto, al caer pronto en una rutina pragmática y monótona. El compartir el conocimiento y la experiencia, no solo encuentra espacio en las aulas mediante la práctica docente. Además puede ser enriquecida o complementada con otras actividades, como alternativas viables para quien “no tiene tiempo para enseñar”, o no encuentra atractiva la remuneración económica por hacerlo, ya sea por medio de la investigación, de la impartición de conferencias, redacción de artículos especializados, organización de exposiciones, asistencia a congresos, en suma, la cultura de la actualización y capacitación continuas.
De igual forma, la docencia de tiempo completo o de “tiempo repleto”, hace que las enseñanzas, basadas en experiencias pasadas, en el mejor de los casos, o en la bibliografía, en la mayoría, tenga una fecha de caducidad, y pierda pronto su vigencia y utilidad para los estudiantes. Hace poco leí un buen consejo: “No aceptes críticas constructivas de quien nunca ha construido nada”, y tiene razón, difícilmente te puede enseñar a diseñar quien nunca ha diseñado algo o a construir, quien nunca lo ha hecho, y conoce estas actividades solamente por medio de los libros, las revistas, los sitios web o las experiencias ajenas.
Ante las especializaciones que algunos programas académicos presentan en los principales campos de la arquitectura: el diseño y la construcción, he afirmado siempre que, si bien es positiva la especialización, hay que tener precaución en su abordaje, ya que lo que la sociedad requiere son diseñadores que sepan construir y constructores que sepan diseñar, y en ese sentido el arquitecto es el profesional que debe integrar ambos conocimientos.
Confieso que en mi etapa de formación como arquitecto y primeros años de práctica profesional, no preveía que iba a dedicar una parte de mi esfuerzo diario a enseñar a otros el hacer arquitectónico. Esto porque no sabía aún, que gratificante y satisfactorio es esta actividad, en la que llevo ya 16 años complementando con quehacer arquitectónico y mi propia formación académica de manera permanente. Fue a mi regreso de una estancia en Berlín, después de impartir una conferencia, que la coordinadora se acercó y me preguntó ¿Arquitecto, no le gustaría dar clases? Ahí empezó este satisfactorio andar por la muy noble labor de enseñar a otros el camino para dedicarse a lo que te gusta y te apasiona -no hay mayor satisfacción que eso-, y facilitar que descubran su potencial.
En esos primeros años de práctica profesional que me había dado cuenta de la falta de preparación con que muchos arquitectos estaban egresando de diferentes universidades para enfrentar el mundo laboral y la realidad, por lo que cuando me invitaron a participar en la docencia, me quedaban dos caminos: o quedarme a quejar en algún café acerca de las deficiencias en la formación de los profesionistas y la mala calidad de arquitectura y ciudad imperantes, o bien, arremangarme y entrar a las aulas, las “trincheras del saber”, como me gusta entenderlas, y dedicar una parte de mi día a tratar de cambiar y mejorar esa situación, obviamente opté por la segunda.
Uno de mis maestros en la facultad nos recomendaba: busquen llevar clases con el profesor que, si te va a enseñar sobre construcción, es porque viene de la obra, y todavía trae los zapatos salpicados de mezcla. Ese mismo sabio consejo quisiera hoy retransmitir a mis estudiantes, busquen siempre la experiencia directa en sus profesores, en cualquier campo de la disciplina que hayan elegido, busquen que traigan “la mezcla salpicada en el zapato”.